Astronomía, la ciencia del cielo

Texto para el inicio de la unidad didáctica y la presentación de contenidos (focalización o introducción).

En el aula, se puede realizar un comentario sobre el mismo, su lectura en voz alta o baja, buscar palabras en el diccionario, actividades de comprensión lectora y la presentación o anticipación del resto de contenidos que se trabajarán durante las dos próximas semanas en las áreas de Lengua castellana y literatura y Ciencias sociales.

El cielo ha interesado a los seres humanos desde la Antigüedad, y no es extraño. Día a día, un gran objeto aparece por el este iluminando todo a nuestro alrededor y, poco a poco, se desplaza hasta desaparecer por el oeste. Al igual que con el resto de astros, muchas civilizaciones lo consideraban un dios. Durante muchos siglos, además, la mayor parte de hombres y mujeres creyeron que el Sol da vueltas alrededor de la Tierra y que vivimos en un planeta con forma plana.

Hoy sabemos que no es así. La Tierra es prácticamente una esfera, aunque un poco achatada (aplastada) en los polos y, junto con el resto de planetas, da vueltas alrededor del Sol. El Sol, por su parte, es un objeto gigante. Tan grande, que podríamos meter 1.300,000 planetas como la Tierra en su interior. Si no fuera, obviamente, porque está tan caliente que los derretiría mucho antes de acercarse.

El Sol emite cantidades enormes de calor y luz que hacen posible la vida sobre la Tierra. Nuestro planeta tiene una serie de capas de gas, como la Atmósfera, que protegen a los seres vivos de la parte más dañina de los rayos solares y permiten que no haga demasiado calor por el día y frío por la noche.

Pero lo que de verdad ha sorprendido a los seres humanos ha sido la noche. Lejos de las luces de la ciudad, mirar al cielo en una noche despejada es realizar un verdadero viaje por el Universo que nos rodea, recorrer parte de la Vía Láctea y descubrir las maravillas de los objetos celestes.

Intentando comprender toda esa cantidad de puntos brillantes que aparecían cuando la luz del Sol desaparecía, los seres humanos fueron descubriendo dibujos en todos esos objetos del cielo: las constelaciones. De la misma manera que, en ocasiones, nos parece que una nube tiene forma de conejo, o de planta, o de mano, las distintas civilizaciones fueron descubriendo coronas, cisnes, toros y otros animales. Pero, además, fueron mezclando sus mitos y leyendas con esas figuras, y asociando determinadas constelaciones con sus dioses. Por eso, en las noches de invierno, podemos ver la constelación de Orión, la de Casiopea, Draco (el dragón) o el Boyero.

Esas formas se mantenían pero, dado que la Tierra gira sobre sí misma (lo que provoca el día y la noche, como ahora sabemos), las estrellas van girando, todas juntas, a lo largo de la noche. Y, como nuestro planeta da vueltas alrededor del Sol, hay constelaciones que solamente podemos ver en determinados momentos del año. Sin embargo, una de esas estrellas, visible desde el hemisferio norte, permanece siempre en el mismo sitio: la estrella polar. Durante siglos, saber diferenciar la estrella polar era imprescindible para no perderse durante largos viajes.

Siempre ha habido personas más inquietas que han estudiado con detenimiento las estrellas y el resto de objetos del cielo (incluída la Luna). Durante años enteros, todas las noches anotaban la posición de estos astros y se dieron cuenta de que, aunque todas se movían a la vez, había algunos lo hacían de forma distinta. Los llamaron “estrellas errantes” y se trata de los planetas. Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno, como muchas estrellas y constelaciones, reciben sus nombres actuales de personajes de la mitología griega y latina. Pero no son los únicos planetas existentes, también hay otros llamados “planetas enanos”, como Plutón, Makemake o Ceres. ¡Y estos son solamente algunos de los que hay en el Sistema Solar! Hoy en día conocemos cerca de 3000 exoplanetas, es decir, planetas exteriores al Sistema Solar, que dan vueltas a otras de las millones de estrellas distintas al Sol.

La curiosidad humana es infinita y, por ese motivo, hemos necesitado construir aparatos para ver más de lo que nuestros ojos nos permiten. Galileo Galilei, en el año 1609, presentó el primer telescopio astronómico conocido, un instrumento con el que observar los objetos del cielo ampliando su imagen, de una manera parecida a lo que hacen las gafas o, mucho después, los microscopios. Con este ingenio, Galileo consiguió observar muy de cerca Saturno y, sorprendido, observó que no era solamente esférico, sino que tenía “algo que lo rodeaba”. Sin poder comprender de qué se trataba, llegó a decir que tenía “una especie de orejas o asas”. Hoy sabemos que son anillos formados por asteroides, gases y rocas que giran a su alrededor. Observar Saturno a través de un telescopio es un espectáculo maravilloso. De la misma manera que mirar de cerca Júpiter y descubrir algunas de sus lunas. ¡Ya se han descubierto más de 70!

Pero la magia del cielo no queda ahí. Entre la constelación de Casiopea y la de Perseo hay un objeto muy extraño. A simple vista parece una estrella normal. Con un telescopio de baja calidad, aparenta ser una especie de nube. Con un telescopio de nivel medio ya se puede apreciar que hay muchos puntos juntos. Con un gran telescopio se puede observar que es una galaxia. Un conjunto de miles de millones de estrellas. Es la galaxia de Andrómeda. La más cercana a la nuestra: la Vía Láctea.

La mayoría de las estrellas que los seres humanos hemos visto durante toda nuestra Historia en el cielo forman parte de la Vía Láctea. Y, sin embargo, son solamente una pequeña parte del gran Universo. A pesar de nuestro conocimiento y nuestros avances tecnológicos, aún nos queda casi todo por aprender.